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¿200 años sin identidad nacional?

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Frente al hito de los 200 años de existencia como país consolidado, llama la atención la escasa reflexión interna sobre la bolivianidad. Dos siglos han estado marcados por debates multitudinarios en torno a la cuestión indígena, la ciudadanía, la identidad nacional y, en las últimas décadas, lo nacional-popular.

En los inicios republicanos, el debate enfrentaba la idea de una nación mestiza y popular frente a una república oligárquica y elitista. ¿Quiénes iban a formar parte de este nuevo Estado? ¿Cómo construir una comunidad política cohesionada tras la independencia? Bolivia nació inspirada en modelos europeos, excluyendo de esta nueva nación a indígenas y analfabetos. No es posible hablar aún, en ese periodo, de la categoría de “bolivianidad”, intrínsecamente vinculada a la identidad nacional, porque el civismo y la noción de nación, conceptualmente, no incluían a todos los ciudadanos. Es, por tanto, un periodo de identidad incompleta.

¿Centralismo o federalismo? Esa fue la pregunta que dominó las discusiones hasta mediados del siglo XIX. Santa Cruz, Cochabamba y La Paz competían por la hegemonía nacional. Aumentaba la tensión entre la bolivianidad de la sierra andina y la de las tierras bajas. Transversalmente, emergía la figura del caudillismo como forma de autoridad nacional. Todo esto complicaba aún más la búsqueda de una identidad común, relegada a segundo plano por la disputa regional.

Gabriel René Moreno publica en 1882 el artículo biográfico “Nicomedes Antelo”, un texto clave para entender la marea positivista y evolucionista predominante hacia finales del siglo XIX. En ese momento, se decide apostar por el desarrollo, aunque claramente bajo un concepto ajeno a nuestra realidad, en el que la depuración racial era vista como una “necesidad amarga”. Ninguno de los impulsores de esas ideas se asumía como racista; simplemente sostenían que los indígenas eran un obstáculo para el progreso. El exterminio era justificado como una cuestión científica, no moral.

Franz Tamayo tampoco logró resolver la cuestión indígena. En “Creación de la pedagogía nacional”, propuso una educación diferenciada según características raciales: los indígenas debían ser formados para tareas rurales, prácticas y técnicas; los blancos, para la ciencia, el mando y la política. La obra, hoy casi relegada a los colegios, “Pueblo enfermo”, continúa esa misma línea temática.

El centenario de 1925 intentó consolidar una identidad nacional, aunque el concepto de “pueblo” seguía siendo incompleto. No es sino hasta la Revolución del ‘52 que puede hablarse del pueblo como una categoría representativa de la mayoría, aunque no de la totalidad. Sin embargo, el reconocimiento de ciudadanía también implica la posibilidad de participación política. Y en ese punto, aún no se había pensado en cómo materializarla.

Pese a la visión polarizada actual, no puede negarse que el mayor impulso en materia de reconocimiento de derechos, representación y participación política para el sector indígena se dio con la entrada en vigor de la Constitución Política del Estado en 2009, consolidando el Estado Plurinacional. A nivel organizativo, esta nueva forma de gobierno prácticamente no difiere de la republicana; sin embargo, sí reconoce y categoriza derechos y libertades antes invisibilizados. Y ahí yace su aporte más significativo: lo que no se nombra, no existe.

El gran problema surge con la instrumentalización de lo nacional-popular, que no es una creación ni una consecuencia exclusiva del Movimiento al Socialismo. La dicotomía campo-ciudad se ha ido transformando, lentamente, en masismo-oposición. Desde 2009, el grueso de la población dejó de debatir la identidad nacional, reemplazándola por una polarización política que ha exacerbado el racismo y la discriminación, aunque muchos fanáticos republicanos lo nieguen. “En Bolivia no hay racismo, indios de mierda”, diría Carlos Macusaya.

En 200 años no hemos resuelto la cuestión de la identidad nacional. Todavía no existe un concepto de bolivianidad que satisfaga al grueso de la población. Quedan muchos pendientes. Dos siglos en los que hablar de indigenismo sigue sonando a hablar del “otro”. A ello se suma un creciente regionalismo que lleva a que algunos se consideren superiores simplemente por haber nacido, al azar, en determinada región del país. También persiste la difícil tarea de disociar la asociación masismo-campo, que ha hecho que los ataques al gobierno se desvíen fácilmente hacia formas de racismo.

En comparación con el resto del mundo, bajo la definición moderna de país, Bolivia es relativamente joven. El bicentenario también nos recuerda que, a pesar de todos estos problemas estructurales, hemos logrado sobrevivir como nación. Resta ahora poner estos temas en el centro de la agenda pública. No esperemos otro aniversario para preguntarnos, con honestidad, qué nos hace bolivianos.

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